Un libro es una puerta a un universo diferente. Es la invitación a conocer otras vidas, otras formas de relacionarse, otras formas de pensar y entender lo que nos rodea.
Un libro, para muchos, es un objeto de culto; un síntoma del fetichista más cultivado o de aquél que, no por más inculto que el anterior, los conserva por placer. El placer de tenerlo entre las manos, el placer de oler sus páginas, el placer de saber que ahí hay otras oportunidades. Oportunidades…
Para otros, un libro es un concepto un tanto abstracto que, como mucho -y junto a muchos otros-, se puede acumular en un dispositivo digital enfundado en una carcasa de diseño casual o bohemio. Depende de los gustos.
Un libro, al final -y al principio-, no es más y, a la vez, sí es más que todo eso. Más que una sucesión aparentemente ordenada de palabras con contenido clasificable en categorias infinitas (¡o no!), un libro es la representación feaciente de la necesidad que tenemos los seres humanos por conocer. Y no me digan que no es así, porque entraríamos en un serio debate. Más allá del narcisismo y la relativa necesidad de exposición de los autores (en los que me incluyo), todo aquel que en algún momento mira, toca, huele, sostiene, abre, hojea y ojea, lee, guarda, regala, compra, vende, siente e incluso piensa libros, lo hace por la genuina necesidad de conocer.
¿El qué?