Ultimamente no puedo parar de pensar en esa frase de «nos gustan los tipos malos«. Lejos de querer abrir un debate sobre la clase de hombres que nos gustan, no puedo evitar destacar el increíble atractivo de determinados personajes de ficción que son muy, muy malos… pero los adoramos.
Esa clase de personajes tienen su encanto cuando se da en pequeñas dosis: un libro, una película… algo finito y definido, acotado. Pero ¿qué ocurre cuando la dosis que recibimos de ese personaje se prolonga en el tiempo? Adicción. Simple y llanamente: adicción.
Hace no mucho le comenté a un conocido que me considero muy fan de las máscaras. Esos personajes que intentan mostrarse a sí mismos de una determinada manera para acabar desnudándose poco después, mostrándose tal y como son. Me encanta ese proceso por el cual nosotros, como espectadores, asistimos a ese acto de sinceridad. Cual voyeurs.
Esto último queda brutalmente comprometido cuando lo que tenemos ante nosotros es un personaje construido a partir de secretos. Cierto es que puede portar la mayor de las máscaras precisamente por eso, pero ese acto de sinceridad que culmina con el descubrimiento de su verdadero yo se pospone de forma infinita en pos del misterio, la intriga y la generación de expectativas.
Y ahí es donde los matices del personaje pueden enriquecerlo y hacerlo grande, o destruirlo hasta la mediocridad.