Cada mañana cuando suena el despertador y sacamos el pie derecho (o el izquierdo) de la cama, comienza un nuevo día. Cada nuevo día es una oportunidad para ser alguien. Uno elige quién quiere ser. Y, como suele ser habitual, cada mañana elegimos la máscara de lo que queremos ser, de quién queremos que la gente crea que somos. Abogados, gestores del patrimonio, profesores, vendedores… Esas pueden ser algunas de las máscaras. Otras podrían ser las de la mujer correcta o el hombre exitoso. O las que identifican a los padres como educadores a la vez que protectores de sus hijos.
Es bastante posible que cada una de esas máscaras, sea cual sea la que escojamos, hable de alguna manera de lo que realmente somos. De quiénes somos. Pero hay siempre una parte de nosotros, en mayor o menor medida, que decidimos no enseñar. Por educación, por cortesía, por prudencia… o porque no encajaría en ninguna de las otras máscaras que hemos elegido día tras día, y que componen la gran máscara que hemos decidido enseñarle a los demás.
Eso, aquéllo de lo que realmente estamos hechos, escapa al conocimiento de los demás por nuestra propia elección, y es el Dios Salvaje el que, cuando menos lo esperamos, decide que tiene que salir a la luz. Y mandar al cuerno todo lo que hemos construido (¿sabiamente?) sobre nuestra imagen, nuestra personalidad y nuestra reputación.

Un Dios salvaje
En eso consiste Un dios salvaje, escrita por Yasmina Reza e interpretada y reinterpretada sin caducidad, tanto en teatro como en cine, y que ahora se representa en Madrid en el Teatro Nuevo Apolo.
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