La noche del martes en Madrid fue heladora, y en la puerta del La Bombonera anunciaban que la representación de la obra «Nosotros no nos mataremos con pistolas» empezaría con 15 minutos de retraso. Teníamos frío. Nos mirábamos unos a otros preguntándonos sin palabras por qué los que estaban resguardados en el recibidor del Teatro Lara no se apretaban un poquito más para que cupiéramos todos. Alguno, además, hizo cola con nosotros por equivocación, pues tenía entradas para la función de la sala off, pero estoy segura de que si hubiese entrado en la sala principal, no se habría arrepentido en absoluto… Porque el frío, el retraso y la cola a la intemperie, bien merecieron la pena.
«Nosotros no nos mataremos con pistolas» es una obra de teatro que recala ahora en el Teatro Lara de Madrid, aunque tiene una andadura de unos cuantos años -se estrenó en 2012 en el Teatro Lliure de Barcelona-. Tiene un sabor tan actual que importa poco la edad que tenga. O quizá es precisamente por eso. Porque su autor y director, Víctor Sánchez Rodríguez, nació en los 80 y con esta obra pone sobre la mesa lo que los nacidos en esa década se suponía que llegaríamos a ser y dónde nos encontramos en realidad. O por qué no nos encontramos a nosotros mismos.
La historia es aparentemente sencilla: cinco amigos (¿o debería decir seis?) se reúnen después de cinco años sin verse y sabiendo a medias -o nada- de sus andanzas en ese tiempo. ¿El lugar? Su pueblo, en la costa mediterránea, un 16 de julio en plenas fiestas por la Virgen del Carmen. La casa de Blanca es el punto de encuentro. Los afortunados: la propia Blanca, Marina, Elena, Miguel y Sigfrido. Paula no está. Paula lleva 5 años sin estar. Y así, en un entorno festivo, lo que son, lo que querían ser, lo que aparentan ser y lo que odian ser, todo eso se va tejiendo poco a poco y entrecruzando de tal manera que es inevitable que lo que empezaba bien acabe… ¿Cómo puede acabar una historia con personajes tan perdidos y que se sienten tan solos a pesar de tenerlo todo?
Cuando los personajes ya están vivos en el papel
A priori parece la forma más fácil de escribir: juntar a unos cuantos personajes que hace mucho que no se ven, con el propósito de pasar un buen rato y dar alguna que otra noticia, y acabar por indagar en las miserias del ser humano. Un punto de partida que, por muy común que sea, no deja de ser una apuesta valiente y una puesta a prueba del que se decide a escribirla. Porque para que resulte verosímil, todo tiene que estar muy bien pensado. Dicho lo cual, he de decir que conozco varias historias que nacen de esa premisa y todas me gustan.

Cartel Nosotros no nos mataremos con pistolas. Fuente Wichita Co.
Los personajes son sencillos pero esféricos. Tienen su propia forma de ser, su propia forma de hablar, sus manías y sus dejes… Y, como en la vida real, no viven el encuentro como algo grupal, sino desde su propia frustración. Personajes que no pueden evitar destacar las mierdas de los demás para intentar que las suyas sean menos evidentes. O que intentan que todas esas mierdas no salgan a la luz por si acaso en una de ésas fueran a conocerse las propias. Son personajes que se lanzaron a una piscina sin agua, casi por inercia, y ahora, de pronto, se están ahogando y tienen miedo. Pero no quieren verlo. Se autoconvencen de lo que no entienden. Se quieren. Se odian. Pero están acostumbrados a todo eso y, casi sin darse cuenta, y a pesar de todo, crecen.
La obra está dividida en cinco partes: el encuentro, el vermut, la sobremesa, la fiesta (donde se les va de las manos) y la mañana siguiente. Todo ocurre con naturalidad, las tramas se intercalan y se cruzan entre sí con ritmo y con cuerpo, con momentos de euforia y momentos de depresión, todo en tono de comedia (a priori) pero con mucha verdad. Y la verdad duele. Por eso hay momentos que cortan la risa de golpe para, al segundo, gracias a la mordacidad y el arranque que hace falta en la vida (y en esta historia también), hacerte reir de nuevo, incluso con más fuerza, como si de la mayor de las catarsis se tratara.
Blanca, la anfitriona, tiene una noticia que darles, pero quiere dejarlo para el final. Antes quiere que todo esté perfecto para pasar un rato juntos precisamente ese día, el 16 de julio, que no es un día cualquiera. Para ella, todos los allí reunidos son importantes, pero hay un nombre que no se le cae de los labios.
Marina, la embarazada, parece la más perdida de todos. Pero las apariencias engañan, es la sal fina de la mesa. Escucha, está presente, está despierta y, aunque también tiene sus miedos y sus misterios, se mueve en el fondo sin hacer demasiado ruido pero poniendo las cosas en su sitio.
Elena, la triunfadora, es la sal gorda. Su sola presencia arrolla y su energía tan pronto te lanza hacia el cielo como te deja frito. Parece una mujer hecha a sí misma pero en verdad pasa de puntillas por la vida. Por si acaso.
Miguel, el bohemio, el que más prejuicios lleva a ese encuentro. Y con razón. El que parece más ausente de todos y, sin embargo, el más consciente de todo. El blanco fácil pero el más centrado. A pesar de todo. Y de todos.
Sigfrido, el pollo, la alegría de la huerta que protege su fuerte con absoluta indefensión. Se le cayó la careta hace años y no para de ponérsela una y otra vez, sin mucho éxito. Sin duda, el más indeciso. Tiene miedo de perder un estátus que ni siquiera él está seguro de querer mantener, porque no sabe cuál es ese estátus.
Y Paula. Por qué no está Paula les duele de diferente manera, pero les duele al fin. Y manejan su ausencia tan mal como sus propias vidas.
Todo eso sobre el escenario
Un ejercicio que hago siempre cuando me siento a ver una obra de teatro es respirar la energía que lleva el público. En esa energía, alguna frase perdida salida de la boca de alguno de los presentes siempre aterriza en mis oídos. Ayer no podía ser diferente y no pude evitar escuchar algo así:
– Qué atrezzo más bonito…
– Sí, es verdad…
– Era sarcástico…
Comentarios como ese, aunque alguno que otro lo pueda pensar -cosa que es totalmente legítima, para gustos los colores-, me parecen injustos. Injustos hacia quienes están haciendo la obra -es su propuesta, esa puesta en escena tendrá su sentido, espera por lo menos a verlo para juzgarlo todo-, y también injusto para el resto de espectadores. No solo porque pueda pensar diferente -que también-, sino porque quiero ver lo que me proponen ellos y no contaminarme. Es un prejucio negativo basado en nada y, aunque quiera sentir la energía del patio de butacas, espero siempre encontrar respeto ante todo.
Más allá de la anécdota incómoda, pronto descubrí que no todo el mundo iba a estar igual de predispuesto a ver esta historia. Tuve la sensación de que el frío que traíamos de la calle se colaba en la sala y esa energía pesimista se contagiaba. Se contagiaba al resto de espectadores y llegaba a los actores. Sentía que las ganas que traían de bambalinas se les quedaban congeladas casi sin querer al salir a escena. Aunque tengo que decir que supieron con creces darle la vuelta a esa energía. Costó, pero lo consiguieron.
Todo transcurre en lo que bien podría ser un salón de una casa de pueblo o incluso un patio. Más bien esto segundo. Una mesa con unas sillas, un sofá viejo, una mecedora y un banco de mimbre. Poco más. Apenas eso es el espacio y es más que suficiente. La energía de los actores, los movimientos por el espacio, y la inteligencia con la que han sido dirigidos, componen un retrato perfecto de cualquier casa de pueblo en fiestas. No hay espacios vacíos, todo está calculado, a veces es incluso tan real que la superposición de diálogos hace imposible llegar a todo, tienes que decidir a quién sigues. Salvo en los momentos precisos en los que una frase, una palabra, tiene que destacar necesariamente, porque ésa va a ser la que haga continuar la trama: ésa se escucha a la perfección. Porque los actores se escuchan entre ellos y lo viven como si realmente fueran ellos. Y aunque todo parezca un jaleo incontrolado, no lo es en absoluto. Los momentos de jaleo tienen que serlo pero también hay momentos de silencio. Muy necesarios y muy bien conseguidos, incluso en medio de un gag que te hace reír, sintiéndote cómplice con el personaje que lo único que ha hecho es levantar las cejas porque no entiende por qué no le entienden a él.
Una puesta en escena en la que por momentos la sensación de estar siendo testigo privilegiado de ese desmadre te hace caer en el error de pensar que está siendo improvisado. Los actores están en la piel de los personajes. Los sientes. Los vives. Pero hay más calculado de lo que parece. Hay mucho trabajo detrás de esas caras bonitas que se van desdibujando poco a poco.
¿Y después?
Después te vas a casa sintiendo que te han espiado. Que podías ser tú quien acabara confesando sus miserias en ese escenario. Que cualquiera de esas personas podrías ser tú. O quizá podrían ser tus amigos. O, como dice Marina en un momento dado, los «hijos de puta» de tus amigos. Los que te quieren, pero no tanto. Los que se miran el ombligo tanto como tú, pero disimulan igual que tú. Pero amigos al fin, parte de ti y tú parte de ellos.
Sería un poco fácil asumir que me ha encantado la obra porque soy parte de esa generación que lo tenía todo para triunfar en la vida y, llegados y pasados los 30, no sabemos muy bien dónde quedó el camino de baldosas amarillas. Pero lo cierto es que la apuesta, sospecho, va a permanecer atemporal durante una larga temporada. Y eso no es sólo por quienes compartimos sentimientos, sino porque como obra de teatro tiene unos cuantos elementos que la hacen ser una gran aspirante. Aspirante a continuar, sin salirse, por ese camino de baldosas amarillas.
Se ha estrenado esta semana y estará lo que queda de febrero y todo el mes de marzo en el Teatro Lara. Echad un vistazo al trailer que os dejo aquí abajo. O mejor no, mejor id a verla, que cuando menos os lo esperéis dejará de estar en cartel.