Después de un día intenso y extraño, por la noche me decido a ver una película. Intento no caer en clasificaciones fáciles a la hora de catalogar las películas que me gustan y las que no, pero hay una categoría bastante específica en mi videoteca que siempre me rescata de días como éste. Son esa clase de películas que he visto alrededor de 294.756 veces, me sé los diálogos en inglés y español, la historia suele ser poco profunda, los personajes bastante arquetípicos, pero, a pesar de todo, me hacen sentirme bien conmigo misma. Es el caso de películas como Notting Hill, The Holiday, Devil wears Prada… Salvando las distancias, Friends -la mítica serie de televisión- siempre, absolutamente siempre, consigue rescatarme de días como el de hoy, pero corro peligrosamente el riesgo de alcanzar con asombrosa rapidez el punto de no retorno. Ese por el cual no puedes parar de ver un capítulo detrás de otro. La cuestión es que en esta ocasión me decanto por The Holiday. Tengo una absoluta debilidad por Kate Winslet (que os contaré en otro momento) y siento que hoy puede ser ella quien me mire a los ojos y me diga «chica, tú vales mucho».
La película arranca con un monólogo de Iris -el personaje que ella interpreta- que, sin pretenderlo, me saca de la película y me hace pensar en las distintas formas de entender el amor (y que nada tienen que ver con la película). Pienso en historias que son la antítesis de ésta, historias con más profundidad, con otra clase de conflictos y también otra clase de personajes. Y pienso en Amy Tan y La esposa del Dios del Fuego.
Pero ¿cómo es posible?